El caso del bebé nacido por subrogación y abandonado en Córdoba no es solo una tragedia: es un síntoma de un sistema que mira para otro lado. Aquí no hablamos de un error aislado; hablamos de un vacío legal que convierte a los niños en mercancía y a los adultos en actores sin responsabilidades claras. Cuando el derecho calla, otros deciden por nosotros. Y casi siempre deciden mal.
El interés superior del niño no puede ser letra muerta en un contrato ni una frase decorativa en una resolución judicial. En este caso, quedó claro: identidad incierta, filiación quebrada, protección inexistente. El niño fue tratado como un “producto fallado”, la gestante como un instrumento y la comitente como un juez parcial de su propio deseo. Cada decisión ajena a la ley fue un golpe directo a la dignidad de quien menos puede defenderse: el menor.
Frente a este drama, algunos proponen prohibir la subrogación. Prohibir parece moralmente cómodo, pero es un espejismo. La prohibición no elimina la práctica: solo la empuja a la clandestinidad. Y en la clandestinidad los niños pierden derechos, las mujeres pierden autonomía y la justicia pierde relevancia. Prohibir es fácil. Regular es difícil. Pero lo difícil es lo que protege, lo que garantiza seguridad jurídica y respeto por la vida.
La falta de regulación no es un defecto técnico: es una falla moral y jurídica que pone en jaque el principio más básico: el interés superior del niño.
Regular significa trazar líneas claras: quién puede participar, bajo qué condiciones, con qué garantías médicas y psicológicas. Significa proteger a la mujer gestante, no explotarla; garantizar al niño identidad, filiación y cuidado; establecer responsabilidades precisas para comitentes e intermediarios; prever controles antes, durante y después del embarazo. Regular significa anticipar el conflicto y resolverlo antes de que el vacío legal deje víctimas.
En Derecho de Familia, cada vacío legal se traduce en sufrimiento real. Este bebé estuvo a un paso de perder todo: su identidad, su derecho a una familia, su historia. La falta de regulación no es un defecto técnico: es una falla moral y jurídica que pone en jaque el principio más básico: el interés superior del niño.
El mensaje es contundente: prohibir es un atajo ilusorio. Regular es una obligación ética, una necesidad social y un mandato jurídico. El derecho no puede quedarse de observador. Debe actuar, con normas claras, protocolos efectivos y vigilancia constante. Solo así dejaremos de ver niños como “productos fallados” y empezaremos a verlos como lo que son: sujetos plenos de derechos, con nombre, historia y dignidad.