31 de May de 2024
Edición 6978 ISSN 1667-8486
Próxima Actualización: 03/06/2024

Apuntes sobre el secreto de Estado

 
De un día para el otro, las leyes secretas argentinas fueron derogadas. Con toda seguridad, el golpe a esta ilegal herramienta de poder, fue, en un sentido, necesario, y en otro, injustificado y discrecional. Realicemos algunas aclaraciones y reflexiones al respecto. En primer lugar, cabe considerar que en todo sistema democrático el secreto debe ser una excepción, porque la regla general es la publicidad de los actos de gobierno. Esa excepción que se denomina “secreto de Estado” está compuesta solamente por dos figuras legales: las leyes secretas y los documentos secretos. Y el secreto tiene una sola justificación para ser utilizado por el Ejecutivo: que se trate de cuestiones relacionadas con la defensa y la seguridad nacional. Por lo tanto, cualquier otra causa que se invoque para aplicarla es ilegal.

El secreto de Estado tiene sus orígenes en las esferas militares. Esto es así porque los temas de defensa y seguridad nacional siempre se desarrollaron en esos ámbitos. Y mientras el secreto de Estado se limitó a utilizarse para esos fines no hubo abuso de ello. Sencillamente no era posible ni lógico que lo hubiera porque la existencia del secreto permitía obtener buenos resultados en los objetivos militares, y también les aseguraba a los ejércitos la propia supervivencia. Revelar secretos podía llevar a perder batallas o a encontrar la muerte en manos del enemigo.

En la República Argentina el problema aparece en 1891, cuando el presidente Carlos Pellegrini, ante la posibilidad de un conflicto con Chile, envía al Congreso la ley secreta “s” 2802/91, que permitía la compra de fusiles máuser para las FF.AA. La aprobación de esta ley permitió que los sucesivos gobiernos nacionales, y también provinciales, sancionaran decenas de leyes secretas. Y todas aludían por lo general a la necesidad de ocultar su contenido a la ciudadanía por razones de seguridad y defensa nacional. En realidad, lo que ocurrió es que el secreto de Estado cayó en el campo de la política, y por ende su utilización se desvirtuó.

Existe escasa doctrina y jurisprudencia argentina sobre este tema. El reconocido jurista Néstor Sagüés publicó en 1977 Las Leyes secretas, un trabajo de investigación jurídica que pone en tela de juicio la validez constitucional de las leyes secretas, porque considera que toda ley, para ser válida, debe estar publicada. Ello es así porque nadie puede ser obligado a respetar una ley cuyo contenido no conozca. Y este tipo de norma, por lógica, no goza de este requisito.

Sin embargo, más allá del desierto doctrinario, la mayoría de los autores nacionales opinan que las leyes secretas son inconstitucionales porque carecen del aludido requisito de la publicidad. Pero, en sentido contrario, otro destacado jurista argentino, Germán Bidart Campos (en el Manual de Derecho Constitucional Argentino), considera que los alcances de las leyes secretas son válidos para determinadas personas que por distintas razones han tomado conocimiento de las mismas. Esta exigencia, por lo general, rige para un sector específico del aparato burocrático (lo que él denomina “la esfera interna del Estado”).

En lo que se refiere a los documentos secretos, si bien la situación es distinta, su falta de regulación también permite los abusos. Esto es así porque son mínimas las exigencias necesarias para estampar el sello de “estrictamente secreto y confidencial” a cualquier información del Estado. E inclusive, para los organismos de Inteligencia, todo lo que pasa por su control tiene la obligación de ser secreto, según lo establece la ley de inteligencia nacional 25520/01. Ahora bien: cuando a esta condición se la utiliza arbitrariamente puede dar lugar a la comisión de delitos, que por lógica quedan encubiertos.

En la historia reciente se encuentran varios antecedentes, como la caída de Richard Nixon (1974) o la condena a miembros del Servicio de Inteligencia español, en el año 1997, cuando los jueces, luego de una dura batalla legal, lograron acceder a las informaciones secretas que encubrían ilícitos cometidos en la lucha contra la ETA.

En rigor de verdad, el problema consiste en que en nuestro país no existe una ley que regule el secreto de Estado. Ello es así pese a que en varias ocasiones se presentaron proyectos al respecto. Dos países que están a la vanguardia en este sentido son Chile y España. Sus secretos gozan de buena salud porque cumplen con los requisitos que una ley especial les exige. Y el tema es sencillo. O al menos tendría que serlo, porque la ley debe referirse solamente a dos aspectos:

a) encuadrar legalmente los conceptos de seguridad y defensa nacional y b) establecer los tiempos en los que empieza y termina el carácter de “secreto” de una ley o documento. Porque, los secretos no corresponde que sean por tiempo indefinido. No debe haber secretos “para siempre”. Una vez que su utilización pierde vigencia, lo lógico resultaría relevar esta condición. Es lo que se denomina “la desclasificación del secreto”. Además, y como condición elemental, los secretos, en caso de ser requerido, deben permitir el acceso a las investigaciones judiciales. En la democracia no debe haber espacios dentro del estado que resulten inaccesibles al accionar de la justicia.

Por otra parte, la implementación del secreto no puede ser traumática. Si los procedimientos legales se cumplen, su utilización es democracia pura. Asimismo, en la Argentina, la sensación es que los gobiernos, cualquiera sea su signo, no permiten regular al secreto de Estado. Y esa postura abre la sospecha sobre algo que es necesario cuando es utilizado correctamente.

En estos tiempos lo más saludable sería sancionar una ley que regule el secreto de Estado, y luego estudiar una por una las leyes y documentos secretos, vigentes y derogados, para determinar cuáles son los que deben ser anulados, cuáles son los que deben perder su condición arcana y cuáles serán en el futuro los que puedan ostentar con legalidad esta condición. Por ello, publicar todos los secretos de Estado de la Argentina fue una medida poco seria, además de ser oportunista y demagógica.

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