Durante años, la negociación política alrededor de la Corte no tuvo como eje a la institución en términos republicanos, sino al poder. No a la Corte como cabeza del Poder Judicial, sino a la Corte como espacio de veto, de contención, de equilibrio para que nada se desordene demasiado. Algunos partidos supieron jugar ese juego mientras conservaron peso parlamentario. Cuando dejaron de tenerlo, también dejaron de ser actores relevantes en la conversación. El problema no es que hoy no negocien; el problema es que cuando negociaban, tampoco discutían el modelo de Justicia.
Algo similar ocurre con la invocación casi automática de la "carrera judicial" como sinónimo de idoneidad. Se la presenta como garantía de independencia, cuando muchas veces opera como una presunción de continuidad. Trayectorias largas, prolijas, sin sobresaltos, sin votos incómodos, sin debates que descoloquen. La pregunta es inevitable: si alguien no se animó a cuestionar inercias desde tribunales inferiores, ¿por qué debería hacerlo desde la Corte? La experiencia, cuando no produce pensamiento crítico, deja de ser un valor y se convierte en una coartada.
El punto ciego del debate es siempre el mismo. Nadie quiere discutir qué Corte queremos. No cuántos miembros, no qué partido propone a quién, no cómo se reparten los lugares. Qué concepción de derechos, qué lectura constitucional, qué sensibilidad social, qué relación con el poder político y económico. Pensar la Corte como un equipo con una idea de conjunto, y no como una suma de trayectorias acomodadas en un esquema de toma y daca.
Por eso ciertos perfiles resultan incómodos, incluso "peligrosos". No por carecer de solvencia técnica, sino porque no garantizan previsibilidad. Porque no vienen a administrar consensos agotados ni a sostener una normalidad ficticia. En un sistema judicial acostumbrado a la comodidad del silencio, pensar en jueces que puedan cambiar las preguntas ya es una amenaza.
El deterioro del debate institucional es tal que incluso sectores tradicionalmente conservadores empiezan a preguntarse - no sin temor - si no sería necesario ensayar algo distinto. No por convicción transformadora, sino por agotamiento. Porque el modelo actual ya no ofrece respuestas, ni legitimidad, ni horizonte.
Y ahí aparece el verdadero conflicto, el que casi nadie quiere nombrar: una Corte distinta va a incomodar. Va a generar tensiones. Va a romper equilibrios. Pero una Corte que no produce nada de eso no es prudente ni institucional. Es apenas una administración prolija del pasado.
La integración de la Corte Suprema no puede seguir tratándose como un problema administrativo de vacantes, mayorías o tiempos parlamentarios. Lo que está en discusión es la dirección constitucional del sistema jurídico y el modo en que el máximo tribunal concibe su función: como garante activo del bloque de constitucionalidad y de los derechos, o como instancia de legitimación del orden existente.
Una Corte que no se piensa a sí misma como actor constitucional, que no asume el carácter político - en sentido jurídico - de la interpretación constitucional, abdica de su función contramayoritaria y degrada su rol institucional.